31 de agosto de 2008

Tenía la sensación de que me habían practicado una gran abertura en el pecho a través de la cual me habían extirpado los principales órganos vitales y me habían dejado allí, rajada, con los profundos cortes sin curar y sangrando y palpitando a pesar del tiempo transcurrido. Racionalmente, sabía que mis pulmones tenían que estar intactos, ya que jadeaba en busca de aire y la cabeza me daba vueltas como si todos esos esfuerzos no sirvieran para nada. Mi corazón también debía seguir latiendo, aunque no podía oír el sonido de mi pulso en los oídos e imaginaba mis manos azules del frío que sentía. Me acurrucaba y me abrazaba las costillas para sujetármelas. Luché por recuperar el aturdimiento, la negación, pero me eludía.
Y sin embargo, me di cuenta de que iba a sobrevivir. Estaba alerta, sentía el sufrimiento, aquel vacío doloroso que irradiaba de mi pecho y enviaba incontrolables flujos de angustia hacia la cabeza y las extremidades. Pero podía soportarlo. Podría vivir con él. No me parecía que el dolor se hubiera debilitado con el transcurso del tiempo, sino que, por el contrario, más bien era yo quien me había fortalecido lo suficiente para soportarlo.

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